Este hombre tenía una novela favorita; la leyó en su vejez, jubilado y viudo cuando vivía en esa casa donde había compartido la vida con la mujer más perrera de Toluca y probablemente de todo México.
A este hombre no le gustaba especialmente leer novelas pero tuvo una experiencia extraordinaria leyendo ésta que logró atraparlo hasta sacarle unas siempre discretas, traicioneras lágrimas; era la historia del asesinato de Troski en México: el hombre que amaba a los perros, escrita por un cubano, como cubano era él mismo. El hombre que no los amaba.
Cuando murió su segunda mujer el hombre que no amaba a los perros se hizo cargo de uno, que ella adoraba. Intentaba dejarse tocar por su lengua cariñosa con tal de no comunicarle su escondido pero verdadero rechazo. Lo vi haciendo todo lo que estaba en su poder para darle buena vida y buena muerte, aunque lejos estuvo de quererle.
A quien amaba profundamente era a los humanos, no a todos, a los que conocía de cerca. A las personas que con él trabajaban o que resultaban ser su familia.
Tenía profundo agradecimiento por Manolo, el jardinero que trabajaba en su casa; porque para él siempre fue un hombre incondicional, medio ciego, eternamente allí para él, que hizo de los jardines un espacio cálido y hermoso lleno de árboles de aguacate.
Dependía en gran medida de una mujer que cocinara para él porque como buen varón de su generación, no sabía y nunca aprendió a cocinar un kilo de arroz. Amaba a sus amigas y amigos con quienes se reunía una vez a la semana a jugar juegos de mesa acompañados de uno o dos cubatas, para soltar la lengua y además de la partida de dominó, ganar la del albur que con el dominó venía atada.
Con su grupo de amigos escuchaba música mínimo una vez al mes, en casa de alguno, con programa previamente diseñado e impreso elegantemente y un equipo de sonido especial.
Cenaban pastel azteca hasta que los achaques de todos ellos fueron mermando la sistematicidad del grupo y alargando el tiempo entre una y otra sesión. El cáncer o el Parkinson o el cáncer y la diabetes o el cáncer y el Alzheimer fueron quitándole a este hombre sus más tiernos aliados.
Los supervivientes iban viéndose un poco menos, cada quince o cada mes, o cada tres meses o una vez al año, hasta que se quedó él solo, con todos los años del mundo encima.
Amó a sus nietos y bisnietos. No dudó un segundo en darnos lo que deseábamos para nuestra vida si estaba en sus posibilidades, aún cuando él no estuviera de acuerdo del todo, aún cuando él pensara que nos estábamos equivocando. Fue un ángel guardián de nuestros deseos. Sin él, probablemente yo no hubiera tenido tanta fuerza para nadar, cuando hubo corriente.
Amaba a sus hijas y se peleaba apasionadamente con ellas. Luego las llamaba para convocarlas a su casa urgentemente por un tema de emergencia, que nunca era tan grave, como lo era su necesidad de no perderlas. Porque tenía una manera preocupada de amar.
Si te amaba, se preocupaba dolorosamente casi todo el tiempo. Empezando porque no tuvieras un resfriado y terminando con que no te cobrara el gobierno en turno demasiados impuestos, pasando por si tenías el pasaporte listo y vigente para poder huir del país si fuera necesario. El hombre que no amaba a los perros tenía la catástrofe muy cerca.
No amaba a los perros pero amó sostenidamente el lago de Valle de Bravo, hasta el punto de mandarse construir un altillo, para arriba colocar una silla, desde donde mirar todos los días de todos los meses de todos los años de su vida el agua, terapia de contemplación.
Amó la política y la economía, la lectura de ensayos y los análisis sociológicos, el debate y la inteligencia. Amaba la posibilidad de predecir el futuro usando los datos del presente y amaba sobre todas las cosas, tener una respuesta sofisticada para la mayor cantidad de preguntas.
El hombre que no amaba a los perros murió rodeado de los humanos que se sintieron amados por él. Todos o casi todos los que le querían y agradecieron su generosa existencia, su manera de ser buen hombre, estuvieron en su despedida. Casi todos, faltamos algunos.
Un día dejó de respirar. Estaba dormido y un dolor de estómago le obligó a pararse y de regreso en su cama aunque el dolor permanecía, su respiración se hizo menos constante hasta que un suspiro antecedió su última exhalación.
Lo despidieron con mariachis y canciones al estilo Toluca en la celebración de muertos del dos de noviembre; se fue acompañado de los colores de las flores y la variedad de humanos que lo honraron.
Tan buen planificador fue, que dedicó sus últimos años en organizar su muerte digna. Archivó y dejó listos los contratos y los papeles y sus deseos testamentarios y el dinero del alquiler del mes de su deceso y las cuentas bancarias para pagar su cremación y los Excel con las cantidades exactas del finiquito de las personas amables y amadas que le hacían viable su centenaria vida.
El hombre que no amaba a los perros murió en los brazos de Manolo y en sus brazos, se sintió un enorme árbol de aguacate que había dado los frutos más bellos y había terminado con inteligencia, su ciclo.
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En otra dimensión y geografía envejecía un perro color negro, con un par de dientes pegados a su encía por milagro del azar. Tercero en nacer, único macho entre dos hembras, este perro tampoco amaba a otros perros; ni a las escobas, ni a los parabrisas del coche encendidos, ni al trapeador, ni la existencia de otros bichos, cualquiera que fueran, aunque pasearan por la ciudad sin molestarle.
Amaba tirarse al sol horas para que se calentara su cuerpo desnudo sin pelo. Amaba la cama y escobar entre las sábanas para quedar completamente tapado por las cobijas, adormilado por el olor de los cuerpos humanos que habían dejado sus rastros entre capa y capa. Amaba ser casi humano y al mismo tiempo superior, responsable de la seguridad y bienestar de quienes él consideraba suyos.
A quienes se debía cuidaba sin censura, sin límites ni excepciones, los defendía acríticamente aunque no hubiera nada que estuviera amenazando su seguridad.
Solo así se explica la pelea bestia que tuvo con otro perro, cuando apenas era un cachorro, tres veces más grande y fuerte y salvaje que él, donde perdió el colmillo y la mitad de la ceja.
O que haya preferido atravesar un cristal de una ventana ancha como una pizarra, con tal de asegurarse que la intrusa escoba del demonio no osara acercarse a su tribu.
Fue un ser con complejo de león en su infancia, un monstruo tipo hiena en su juventud y durante su adultez un poco murciélago, aquel animal de ojos profundos que vigila desde la distancia el territorio a controlar. Cada vez más quieto y menos reactivo, pero siempre híper conectado en el espacio que separa a su gente del peligro exterior.
Un mes y medio antes de cumplir diez y seis años de trabajo arduo y comprometido se quedó sin fuerza.
Dejó de comer y de beber y de pararse a dar paseos. Parecía dejar a la tribu cuidarse por fin, sola. Y así, un viernes ocho de noviembre, se sentó en un sillón y esperó a que su manada agradecida, lo dejara descansar.
En compañía del himno por los muertos y mientras le acariciamos y besamos el cuerpo herido de vejez y desgaste, cerró los ojos y con un poco de ayuda, viajó con metadona por los jardines del Mictlán.
